miércoles, 31 de agosto de 2011

Divagaciones barojianas

[Imagen del gran novelista español Pío Baroja (1872 - 1956); procedente de www.ucm.es]


Una de mis lecturas de este verano ha sido La sensualidad pervertida (1920), de Pío Baroja. Una novela que es un recorrido por las experiencias emocionales del protagonista, Luis Murguía, o, seguramente, el propio Baroja, pues la novela tiene un marcado carácter autobiográfico (en lo psicológico). El lector que se conmovió con El árbol de la ciencia disfrutará también con La sensualidad pervertida, en ambas la esencia barojiana queda perfectamente destilada. En el primer capítulo, "Mis condiciones de carácter", Murguía advierte (lo cual sin duda desanimaría a muchos lectores de hoy) que quien comience la lectura de la obra "y no sea partidario de las divagaciones, debe dejarlo cuanto antes, porque yo soy un divagador empedernido". Pero las divagaciones que salpican la novela en nada la espesan, todo lo contrario, ésta fluye eficazmente, a lo barojiano.

El protagonista, a quien nunca le fue completamente bien con el "gremio femenino", además de divagador, es un curioso por naturaleza, y un psicófilo según él. Declara que intenta siempre buscar una razón fisiológica a los motivos íntimos que mueven la naturaleza humana. Cree tener una sensibilidad más aguzada de lo normal, entendiendo por ésta no sólo una facultad psíquica de impresionarse  sino también sensorial. "Yo no me siento un Homo sapiens, de Linneo, sino un Homo sensualis, de Epicuro", nos dice. Exagera, pues todos poseemos ambas facetas más o menos desarrolladas y él no es una excepción. Se considera un tipo espiritual en el que esa sensibilidad psico-sensual  "se pervirtió y se convirtió, con el tiempo, en una sensiblería, en un sentimentalismo perturbador". Así, esta sensibilidad, que "era como un órgano sin revestimiento" sufría al "más pequeño contacto con la aspereza de la vida española".  Pero Murguía no pudo dominar su sentimentalismo "y sólo a fuerza de tiempo [afirma] he llegado no a mitigarlo, sino a insensibilizarme". Y pone un curioso ejemplo:

"Dicen que Spallanzani [el célebre biólogo italiano del XVIII] acostumbró a una paloma a comer carne y a un águila a alimentarse de pan". 

[Imagen procedente de  

Él, Luis Murguía (álter ego de Pío Baroja), dice tener más de águila vegetariana que de paloma carnívora. Un amigo le comparó con un fauno, ante lo cual respondió definiéndose como un "fauno reumático, que ha leído un poco a Kant".

Entre estos capítulos en los que Murguía narra sus vivencias sentimentales y expone su particular visión de la sociedad en la que vive y de la naturaleza humana destaca, como un paréntesis extraordinariamente conmovedor, el titulado "La niña enferma":

"Adela y su marido se miraron espantados. Yo creo que Ramón pensó, con la mentalidad de un bosquimano, que aquello no era la obra del bacilo de Koch, sino un castigo especial de Dios para él porque tenía una querida".



ENLACES DE INTERÉS:

- Sobre Spallanzani (audio y texto del programa de RNE "A hombros de gigantes").

- Artículo "Pío Baroja, el escritor médico", de Beatriz Monreal.

martes, 16 de agosto de 2011

Características de la ciencia y del lenguaje científico

Jesús Mosterín indica en su libro Ciencia viva -Reflexiones sobre la aventura intelectual de nuestro tiempo- (Espasa, 2006) cuáles son las características de la ciencia:

- CONSISTENCIA.
- OBJETIVIDAD.
- UNIVERSALIDAD.
- PROVISIONALIDAD.
- PROGRESO.

Por consistencia entendemos la ausencia de contradicciones. "Lo peor que le puede pasar a una teoría es que se descubra alguna contradicción en ella". Esta exigencia fundamental de consistencia es típica de la racionalidad científica.

La objetividad supone que la representación que ha de hacer la ciencia del mundo debe corresponder a la realidad, ser realista o verdadera. Las ideas científicas deben ser contrastadas empíricamente. "Si buscamos la objetividad, no podemos aceptar una teoría simplemente porque sea hermosa o atractiva; necesitamos alguna respuesta de la realidad misma que nos confirme que así es".

La universalidad también debe ser exigible al conocimiento científico. La ciencia no conoce de naciones, etnias, tradiciones locales, dogmas religiosos diversos o creencias particulares. No hay una ciencia occidental contrapuesta a una ciencia oriental, ni una ciencia cristiana enfrentada a una ciencia islámica. Veo en esto, el carácter universal de la ciencia, una clara consecuencia de la esencial característica de objetividad; la realidad es independiente de las creencias o tradiciones, tan diversas.  


Pero, no lo olvidemos, la ciencia, al no ser dogmática, tiene un carácter provisional. "La ciencia solo afirma sus tesis hasta nueva orden". Nuevos datos, nuevas mediciones realizadas con técnicas más sofisticadas y poderosas nos pueden obligar a revisar nuestras ideas sobre el mundo o, incluso, a sustituirlas por otras diferentes. Estas últimas también serán provisionales y se irán puliendo, siempre de acuerdo con la experiencia.


¿Y el progreso? "El método científico busca, valora y consigue el progreso de un modo que es ajeno a los idearios tradicionales, que más bien valoran la estabilidad, la fidelidad al origen y la ortodoxia". El conocimiento de datos y hechos es acumulativo a lo largo de la historia pero en el campo teórico, donde se pretende su explicación y organización, este progreso es más conflictivo y agitado, desecadenando en ocasiones revoluciones y cambios de paradigma. Aquí introduce Mosterín una idea que me parece muy interesante, el de "revolución conservadotra". Las revoluciones científicas actuales son conservadoras en el sentido de que satisfacen la conservación del conocimiento acumulado allá donde éste no deja de funcionar. Así, "toda nueva teoría tiene que conservar los resultados de la anterior en su ámbito comprobado al menos como buena aproximación". Por ejemplo, la relatividad especial es conservadora respecto a la mecánica clásica de Newton, la cual es una excelente aproximación para velocidades no cercanas a la de la luz y la aplicamos sin problemas y con rotundo éxito en esos casos.


A estas cinco peculiaridades de la ciencia que señala Mosterín podríamos añadir algunas otras secundarias pero importantes, por ejemplo, el lenguaje propio de la ciencia. El leguaje científico, con sus características de objetividad, precisión y universalidad, es el instrumento que emplean los científicos para comunicarse, para transferir información en la cual el mensaje es de naturaleza científica (una hipótesis, una ley o una teoría). Tal forma de expresión ha de estar al servicio de la ciencia, con las características arriba mencionadas que la determinan. Si la ciencia tiene que ser objetiva, su lenguaje no puede tener connotaciones emocionales, sociales, ni ideológicas, por ejemplo, propias de cada sujeto o de cada cultura. 

El lenguaje de la ciencia es más amplio que el ordinario en el sentido de que su vocabulario introduce neologismos para nuevos conceptos científicos que, en no pocos casos, con su uso por los medios de comunicación, son incorporados al lenguaje ordinario y se emplean en él habitualmente con naturalidad (teléfono, antibiótico, láser, microondas, etc.). El aspecto semántico del lenguaje científico es esencial, no solo por introducir nuevos términos de significado preciso sino por dar otro significado a palabras ya usadas ordinariamente. Por ejemplo, los conceptos de trabajo, energía, fuerza, potencia, calor, etc. tienen precisas definiciones científicas que hay que aclarar para no emplearlas en el sentido en el que se hace en el lenguaje cotidiano (cualquier profesor de Física ha de señalar a sus jóvenes alumnos que si no hay desplazamiento no se realiza trabajo, sólo estaremos haciendo un esfuerzo). El lenguaje de la ciencia también tiene diferencias sintácticas con respecto al lenguaje ordinario, pues, particularmente en física, posee una estructura lógico-matemática de las expresiones científicas (definiciones, leyes, teorías). Esto hace que aparezcan numerosos signos, muchas veces específicos de cada rama de conocimiento: símbolos (lógicos, matemáticos, de magnitudes y unidades, de elementos y compuestos), siglas (láser, por ejemplo, es el acrónimo de "light amplification by stimulated emission of radiation"), gráficas y otros.


Pero, además, el lenguaje de la ciencia debe evitar toda retórica, exageración o pomposidad y ha de cuidar la claridad y la precisión, facilitando su comprensión en la medida que sea posible. Más aún si se trata de divulgar las ideas científicas. Ya en el siglo XVII  Thomas Sprat, en su obra History of the Royal Society of London for the Improving of Natural Knowledge (1667), decía que los científicos debían expresar sus ideas llevando "todas las cosas tan cerca como sea posible de la simplicidad matemática, prefiriendo el lenguaje de los artesanos, los aldeanos y los comerciantes al de los sabios y los eruditos"  (citado en Historia de la ciencia sin los trozos aburridos,  de Ian Crofton con traducción de J. Ros, Ariel, 2011).





jueves, 11 de agosto de 2011

Bertrand Rusell en tres minutos (y algo más)

[Bertrand Rusell ante los micrófonos de la BBC, 
donde inauguró las célebres conferencias de las Reith Lectures en 1948]

En esta ocasión Gonzalo Ugidos en Vidas Contadas (RNE5) nos traza unas pinceladas biográficas del inolvidable filósofo británico Bertrand Rusell (1872 - 1970), testigo (y protagonista), gracias a su larga e intensa vida, de los cruciales cambios científicos, filósoficos y políticos de las primeras décadas del siglo XX y sus consecuencias posteriores. Puede escucharse aquí esta brevísima biografía de unos tres minutos. Sintética introducción que debiera llevarnos a indagar un poco (o mucho tal vez) sobre la vida y la obra de Rusell.

Salvador de Madariaga (en artículo publicado el 16 de marzo de 1975 en Los Domingos de ABC) elogiaba de esta manera al gran filósofo:

"De los tres grandes ingleses de nuestro siglo, Churchill, Russell y Shaw, el alma más espaciosa, el genio más fecundo, el hombre más plenamente humano, fue Bertrand Russell. Tan vasto fue que, a veces da la impresión de que no acierta a abarcarse a sí mismo; y en su actividad intelectual se advierte cómo se da cuenta de que labora al borde de lo conocido".

Y permítanme que haga referencia aquí a aquel joven filósofo español de vanguardia que fue Ramiro Ledesma Ramos (1905 - 1936), ese entendimiento, según palabras de su maestro Ortega y Gasset, asesinado hace 75 años en la fratricida guerra incivil (fue, en mi opinión, el intelectual de mayor relieve y proyección del llamado bando nacional, a pesar de su cortísima trayectoria). Entre los diferentes artículos que escribió el zamorano en los últimos años de la década de 1920 sobre teoría del conocimiento y filosofía de la ciencia hallamos una  valiosa reseña sobre un libro de Bertrand Russell, Análisis de la materia  (Revista de Occidente, 1929). Allí dice Ledesma:

"Se cierne hoy sobre el mundo sabio un racimo de dificultades tremendas. Figuran adscritas a nuestra época, como un legado de abstractos simbolismos, y los mejores espíritus se disponen a batirlas con riguroso ademán. Un semillero de problemas audaces, de amplia significación especulativa, surge en los recintos de todos los saberes. Unas cuestiones llaman a otras en su auxilio, y éstas resultan luego de aprehensión más difícil y arriscada. La nueva física atraviesa, en la actualidad, un parejo estadio de dificultades. Bertrand Russell, en diálogo polémico con los recientes hallazgos de los físicos, ha escrito este Análisis de la materia, donde, con intrépida fidelidad y desde un punto de vista filosófico, somete a reelaboración las concepciones últimas.

La obra de Bertrand Russell gira alrededor del magno acontecimiento, que es la relatividad de Einstein, de hondas sugestiones para la filosofía. Afirma Russell que las consecuencias filosóficas de esta teoría son de mucho mayor alcance, y por completo diferentes de las que se figuran los filósofos que no conocen la matemática con la debida amplitud. Vamos a fijarnos en la génesis y significación del espacio-tiempo, que Russell desenvuelve con clara oportunidad. Helmholtz fue el primero que declaró insostenible la doctrina kantiana del espacio, en vista de los progresos de las matemáticas, especialmente los descubrimientos geniales de Riemann. Intentó luego Minkowski la desaparición del tiempo y del espacio en sí, y exploró la posibilidad de que uno y otro, combinados, pudiesen conservar individualidad propia. El éxito de tales intentos fue absoluto. La longitud se sustituyó por una noción nueva —el intervalo—, función de la duración y de la distancia, con carácter de invariante. Esta noción de intervalo ha sido objeto de crítica por Weyl y Eddington, que la han despojado últimamente de su carácter absoluto. Bertrand Russell ve en el espacio-tiempo la ventaja de que la ciencia, al utilizarlo, se refiere con más eficacia a grupos de «acontecimientos» que a simples «cosas». Para esta teoría, el tiempo —la fecha— es una de las coordenadas de la posición, haciéndose imposible ocupar el mismo lugar en fecha diferente". [...]


Concluye Ramiro Ledesma su artículo dando las gracias a Bertrand Russell "por habernos conducido a estas regiones admirables, que son los esfuerzos por conocer el «esqueleto causal del mundo». (He aquí la más elegante definición de la física.)".