martes, 30 de enero de 2018

Sulfitos y nitritos en la mesa



Las sustancias químicas, de origen natural o artificial, tienen múltiples aplicaciones. Una de ellas, de las más importantes, es como aditivos alimentarios. Así nos encontramos los "números E" de las etiquetas de los alimentos que compramos en el supermercado, aditivos o sustancias que cumplen determinadas y variadas funciones en el producto que consumimos y que pueden provocarnos cierta suspicacia o preocupación. Sin embargo, aunque debemos interesarnos por ellos, en las dosis presentes en el alimento no deberían generarnos temor (a menos que abusemos de los alimentos procesados o muy procesados; pero cualquier abuso es más o menos perjudicial para nuestra salud). La presencia de sustancias, expresadas como un "número E" en la etiqueta, no nos dice nada de su origen natural o artificial sino que  dichos aditivos alimentarios están sujetos a las regulaciones de la Unión Europea, algo que, en principio, debería ser motivo de garantía y confianza.

Nos encontramos aditivos o "números E" con diferentes funciones: colorantes, conservantes, antioxidantes, emulgentes, espesantes, edulcorantes, etc. De todos ellos los más importantes, desde el punto de vista sanitario, son los conservantes, pues  una indeseable contaminación microbiana del producto puede ocasionarnos problemas muy serios (pensemos, por ejemplo, en el botulismo, provocado por una neurotoxina bacteriana que puede aparecer en alimentos mal preparados o deficientemente conservados). Es paradójico que algunos de los conservantes, tan necesarios, nos produzcan desconfianza, preocupación o simplemente miedo. Tal es el caso de los sulfitos y los nitritos, presentes como aditivos en no pocos alimentos. Está bien que nos preocupemos por ellos (más por los nitritos que por los sulfitos), pero salvo que tengamos alguna alergia o intolerancia (y no sea recomendable su ingesta aun en pequeñas dosis) y, siempre que no abusemos de su consumo, no debemos obsesionarnos, pues cumplen una función antimicrobiana importante y, si no hay alternativas mejores, no deberíamos jugarnosla y correr el riesgo de padecer una intoxicación grave por prescindir de los conservantes.

Los sulfitos son las oxosales del ácido sulfuroso (el hipotético "H2SO3" es realmente una disolución de SO2, dióxido de azufre, en agua), es decir, en ellos tenemos al azufre (S) en su estado de oxidación +4. Los sulfitos se oxidan a sulfatos, por tanto son reductores o antioxidantes. Se emplean en la industria alimentaria, como se ha dicho, gracias a su función conservante, evitando que el alimento acabe contaminado por microorganismos como las bacterias. Así se impide el crecimiento de bacterias en preparados cárnicos, crustáceos y vinos (podemos leer en la etiqueta "contiene sulfitos"). El primer dígito de un "número E" que sea un conservante es un 2 (E2XX). El dióxido de azufre y los sulfitos van del E220 al E228 (por ejemplo, el sulfito de sodio, Na2SO3, es el E221 y el hidrogenosulfito de potasio, KHSO3, es el E228). Los sulfitos se emplean en diversos momentos de la elaboración del vino: eliminación de levaduras salvajes que puedan estropear la fermentación del mosto, para controlar la fermentación frenando la oxidación y en el producto final para evitar el crecimiento bacteriano. Ni que decir tiene que la concentración de sulfitos en el vino es pequeña y está legislada. La ley marca un máximo de 150 mg/L en vinos tintos. Si uno presenta intolerancia a los sulfitos sí debe, lógicamente, evitarlos (importante leer las etiquetas de los alimentos), particularmente si además es asmático porque entonces la reacción puede ser más intensa.


Los nitritos también son conservantes alimentarios. Muy empleadas estas sales para impedir el crecimiento de bacterias patógenas (que producen enfermedades) en carnes y embutidos. Los nitritos son las oxosales del ácido nitroso (HNO2; con el nitrógeno, N, con número de oxidación +3). Nos encontramos en los alimentos el E249, nitrito de potasio (KNO2), y el E250, nitrito de sodio (NaNO2). Además de su valioso efecto antibacteriano los nitritos tienen otra utilidad. A nadie le apetecería consumir un producto cárnico con cierta tonalidad verdosa, lo cual ocurre en la carne a las pocas horas de estar en contacto con el aire (se oxida). La adición de nitritos evita este desagradable proceso: el nitrito reacciona con la mioglobina (una hemoproteína muscular semejante a la hemoglobina) de la carne, manteniéndola con un color rojo atractivo a nuestra vista. Los nitritos son tóxicos y es necesario por tanto limitar su concentración en los alimentos de forma que los niveles máximos sean seguros. La OMS ya informó, con gran resonancia mediática, de los riesgos de un consumo excesivo de carnes rojas y, sobre todo, de las carnes procesadas (clasificadas en el "Grupo 1: cancerígeno para los seres humanos"). Respecto a la toxicidad del nitrito diremos que es capaz de unirse a la hemoglobina de la sangre (como lo hace a la mioglobina de la carne), formándose metahemoglobina, la cual pierde la afinidad por el oxígeno. Además, los nitratos y los nitritos forman nitrosaminas (reconocidas como agentes cancerígenos).  No obstante, los nitritos constituyen un poderoso aliado contra el crecimiento de bacterias indeseables en los alimentos y, añadidos en niveles que se estimen seguros y siguiendo las recomendaciones sanitarias respecto al consumo de carnes rojas y procesadas, parece que nos compensa su uso considerando la relación riesgo/beneficio (nos permite evitar el botulismo), más si se toman medidas complementarias como la limitación de los niveles y la adición de inhibidores de la formación de nitrosaminas.  





Cuando se tratan estos temas de sustancias tóxicas no está de más recordar aquellas célebres palabras del alquimista heterodoxo del siglo XVI, Paracelso, quien puede considerarse precursor de la química médica: "Todo es veneno, nada es sin veneno. Solo la dosis hace el veneno". O dicho con otras palabras, en toxicología tan importante o más que la sustancia es su dosis.


J. M. Mulet en su libro Comer sin miedo (Ediciones Destino; 2014), haciendo uso de su eficaz estilo (en el que no suele faltar el humor de buen divulgador), nos dice que a él de los embutidos le preocupa su contenido en grasas saturadas y en colesterol, y del vino el alcohol. "Los nitritos y los sulfitos, no. Mejor nitrito y sulfito que intoxicación letal", concluye.


sábado, 13 de enero de 2018

Esplendor, decadencia y esperanzas renovadoras. La aportación de los andaluces a la ciencia en los siglos XVI y XVII

Dando un salto en el tiempo nos trasladamos a otra época de esplendor en la que no faltaron los andaluces: el siglo XVI. Es el siglo de la navegación y del comienzo de los descubrimientos de los apasionantes tesoros naturales del Nuevo Mundo. La institución que se encargó de los asuntos náuticos fue la Casa de la Contratación de Sevilla, fundada en 1503. Además de tener la función esencial de controlar todo el movimiento de hombres y mercancías con América, en ella se trataron los problemas técnicos de la navegación, convirtiéndose en un importante centro de la ciencia aplicada en el siglo XVI. El sevillano Pedro de Medina (1493-1567), cosmógrafo, escribió un tratado sobre el “arte de navegar”, muy traducido, con quince ediciones en francés, lo que muestra la gran difusión que alcanzó en Europa. Coetáneo suyo fue el también sevillano Nicolás Monardes (1493-1588), médico, que escribió Historia medicinal de las cosas que se traen de nuestras Indias Occidentales (1574), estudiando los productos medicinales traídos del Nuevo Mundo. Esta obra, fundamental para la historia de la farmacología, tuvo numerosas ediciones extranjeras. Monardes tenía un huerto o jardín botánico, donde cultivó plantas americanas, en la actual calle Sierpes de la capital hispalense (un azulejo conmemorativo lo recuerda).

[Azulejo que recuerda el lugar donde estuvo el jardín botánico de Nicolás Monardes. Calle Sierpes de Sevilla, fachada de la relojería "El cronómetro". Procedencia de la imagen aquí]

La explotación de los yacimientos minerales americanos y la extracción de metales preciosos exigieron un gran esfuerzo técnico y la puesta a punto de procedimientos metalúrgicos eficientes. Bartolomé de Medina (1528-1580), vecino de Sevilla, se trasladó a Méjico, donde aplicó el método de extracción de la plata por amalgamación (con azogue o mercurio), en Pachuca (1555), conocido como “el beneficio del patio”. Este método, que se extendió por toda Europa, fue empleado hasta el siglo XX. Ya en el siglo XVII, Álvaro Alonso Barba (Lepe, Huelva, 1569-Sucre, 1664), metalúrgico importantísimo en su época, escribió su célebre libro Arte de los metales (1640), en el que se trata sobre el beneficio del oro y la plata con azogue, su fundición, refinado y técnicas de separación. Esta obra es considerada como la más relevante del siglo XVII, a nivel mundial, en minerometalurgia. 




Mencionaremos aquí, también como uno de esos científicos andaluces que viajaron a América (en este caso con tan sólo dieciséis años), al jesuita Bernabé Cobo (Lopera, Jaén, 1580- Lima, 1657), autor en 1653 de un extenso estudio titulado Historia del Nuevo Mundo, el cual, desgraciadamente, quedó inédito y se perdió en gran parte. El libro de Cobo no pudo ser publicado hasta finales del siglo XIX. En su obra (en la que emplea un lenguaje claro y sencillo) se interesa especialmente por el ambiente en el que se desarrollan las plantas y los animales, de manera que hoy día diríamos que su estudio tiene un enfoque ecológico. Así, por ejemplo, explica la presencia de diferentes especies de plantas en función de la altitud y el clima. Y todo ello lo hace Bernabé Cobo partiendo de sus propias observaciones, sin citar autoridades, lo que le confiere el rango de “científico moderno”, que basa sus conocimientos en la experiencia, superando el conocimiento meramente especulativo de los clásicos. Personaje éste tan poco conocido como interesante. Posee además otro mérito resaltable: descubrió las propiedades febrífugas de la quina, que describió por primera vez. Los polvos de esta corteza del quino (hoy sabemos que contiene diversos alcaloides, entre ellos la quinina) fueron empleados eficazmente para combatir la malaria. Señalemos como dato curioso que este medicamento del Nuevo Mundo fue difundido por los jesuitas y por ello se conoció como el “polvo de los jesuitas”. La amarga quina se introdujo en la farmacología europea (parece ser que curó a las cortes reales del viejo continente e incluso a un emperador chino). 

Lamentablemente España no participó en la Revolución Científica del siglo XVII, que supuso una ruptura con el saber y los métodos clásicos, quedando bastante aislada. En las primeras décadas de este siglo la actividad científica en nuestro país siguió siendo importante, sin embargo, ésta, salvo contadas excepciones, se desarrolló al margen de las nuevas corrientes de pensamiento europeas. En este contexto trabaja el cordobés Benito Daza de Valdés (1592-1634), quien puede ser considerado como uno de esos científicos españoles que no padeció la “miopía intelectual” característica de sus compatriotas de aquella época. Su libro Uso de los antojos para todo género de vistas (1623) es el primer tratado de Óptica escrito en castellano. No sólo contiene fundamentos teóricos, sino que es de gran interés práctico: utilización de lentes para corregir los defectos visuales, operación de cataratas, etc. En su obra, Benito Daza citó ampliamente observaciones astronómicas de Galileo. Curiosamente, este ilustre cordobés no era oftalmólogo, sino notario de la Inquisición en Sevilla.




La decadencia científica en España a lo largo del siglo XVII es llamativa. López Piñero señala que los científicos españoles de la época se vieron obligados a enfrentarse con la ciencia moderna, de manera que algunos no tuvieron más remedio que aceptar las novedades que parecían irrefutables, mas sólo como “meras rectificaciones de detalle que no afectaban a la validez general de las doctrinas tradicionales”. Éstos eran los “moderados”; en cambio, tristemente, otros defendieron “a capa y espada” las ideas de los clásicos, negando lo evidente y mostrándose absolutamente refractarios a las nuevas corrientes de pensamiento que venían del extranjero. Afortunadamente, las novedades médicas y químicas se fueron incorporando, no sin reticencias (o incluso con agrias polémicas), durante la segunda mitad del siglo XVII, gracias al llamado “movimiento novator” (renovador). Y aquí Andalucía jugó un papel esencial, surgiendo en la capital hispalense lo que Marañón llamó “el milagro de Sevilla”. En el año 1697 un grupo de médicos renovadores, “quijotescos”, comienzan a reunirse en una tertulia (posteriormente conocida, dado el renombre que alcanzó, como “Veneranda Tertulia Hispalense médico-química, anatómica y matemática”). En palabras de Gregorio Marañón, “eran siete hombres de buena voluntad, que, como dice Menéndez y Pelayo, fueron los adelantados en la lucha contra el dogmatismo”. Estos siete científicos rebeldes fueron Juan Muñoz y Peralta, Miguel Melero Ximénez, Leonardo Salvador de Flores, Juan Ordóñez de la Barrera, Miguel de Boix, Gabriel Delgado y el farmacéutico Alonso de los Reyes. Las productivas reuniones tenían lugar en casa de Juan Muñoz y Peralta, de familia judeo-conversa, próxima a la sevillana iglesia de San Isidoro. La Universidad, dogmática y anclada en los saberes clásicos, solicitó el exterminio de la tertulia, acusándola de pretender introducir doctrinas modernas, cartesianas, paracélsicas y de otros extranjeros con la finalidad de derribar la aristotélica y galénica (“que siempre habían sido las oficiales y católicas”). Felizmente, las autoridades permitieron la celebración de las reuniones, desoyendo pues a la intransigente institución académica. Estos médicos de ideas progresistas eran defensores de la iatroquímica (o química médica, cuyo fundador fue el controvertido Paracelso), siendo partidarios del empleo de preparados químicos para el tratamiento de las enfermedades en lugar de las clásicas prácticas galénicas. Así, por ejemplo, Muñoz y Peralta defendió el uso de la quina en las fiebres intermitentes y el empleo del antimonio como medicamento. Destaquemos asimismo que en una de las reuniones, en 1698, Juan Ordóñez de la Barrera (Lora del Río, 1632-Sevilla, 1702), médico, clérigo y artillero, usó el microscopio por primera vez en Sevilla (acaso también en España).

Finalmente, superando dificultades, y con el apoyo de otros médicos innovadores residentes fuera de Sevilla, logran fundar en 1700 la “Regia Sociedad de Medicina y demás Ciencias” (aprobada por el rey Carlos II, con la oposición de la Universidad, y que contaría también con la protección posterior de Felipe V). Esta sociedad, que desempeñó un papel esencial en la discusión y difusión de las nuevas ideas científicas, nacida “entre rosas y naranjales, en plena Andalucía” (son palabras de Marañón), fue la primera sociedad científica fundada en España (hecho que no debemos ignorar). Entre las ordenanzas de la Regia Sociedad se incluía una referente a la realización de sesiones de anatomía en los hospitales con cadáveres. No obstante, es preciso indicar que la labor de esta sociedad científica, pionera en nuestro país, fue más divulgativa que de investigación (lo que no es poco para aquel momento). De interés fue la tarea en anatomía (con cursos prácticos), botánica, física (se realizaron experiencias y se enseñaron cuestiones de electricidad, óptica, calor, hidráulica y acústica) y química (llevándose a cabo frecuentes experimentos, aunque carecían de un laboratorio adecuado y éstos eran poco rigurosos). Otro hecho notable al que hace referencia Eloy Domínguez-Rodiño (en “285 Años de la Real Academia de Medicina de Sevilla”, artículo publicado el 9 de junio de 1985 en el diario ABC) es el siguiente: “Y que en otra de ellas [de las reuniones de la Regia Sociedad], en 1765, Sebastián Guerrero (Fuentes de Andalucía, 1716-Sevilla, 1780), un estudioso médico ilustrado, empleará el vocablo tejido como expresión de unidad elemental hística, en una época en que ese término aún no había tomado carta de naturaleza en Europa.¡Y tanto que no la había tomado…! ¡Si faltaban seis años para el nacimiento de Bichat…!” Añade Domínguez-Rodiño un jugoso comentario: “¿Qué aspecto físico tendrían aquellos hombres? ¿Qué pasiones se agitaron dentro de ellos?¿Valoraban bien el clima histórico  que les tocó vivir? Me los figuro reunidos en una estancia de la casa de la calle San Isidoro, alrededor de una mesa  de San Antonio y perorando en el conceptuoso lenguaje de su tiempo. Cuánto es de lamentar que maese Juan de Valdés Leal muriese siete años antes que en Sevilla aconteciera este momento estelar de su Medicina, porque de haber vivido en esos días, ¡qué lienzo tan fascinante hubiese podido pintar! Ni más ni menos que el nacimiento del experimentalismo en España”.

NOTA:

Este texto forma parte de mi artículo Científicos andaluces: una aproximación histórica, publicado en Revista Digital de Ciencias Bezmiliana el 15 de febrero de 2008. Puede leerse completo aquí.